jueves, 3 de marzo de 2016

Capítulo 11: Familia y amistades (Evan)

Me quedé allí de pie mientras veía cómo se marchaba por los pasillos. Estaba furioso. Trent ha sido desde siempre como un hermano para mí y no soportaba la idea de que alguien le insultase. En la Fragua la familia es lo más importante que tienes y, si alguien se metía con algún miembro de tu familia, también se metía contigo, y Trent ya era de mi familia. Además, aún permanecía en mi mente cómo había descrito Gabrielle a mi reino. Vale, no es que estuviera al cien por cien de acuerdo con todo lo que hacían pero seguía siendo mi pueblo, mi familia, sangre de mi sangre y por muchos libros que hubiese leído, por mucha inteligencia que poseyera, nada cambiaba el hecho de que yo era del Reino de la Fragua. Gabrielle juzgaba a mi pueblo por lo que le han enseñado, no por experiencia. No conocía a nadie que fuera de la Fragua… exceptuándome a mí. Y, en realidad, los covdes (los habitantes del Reino de la Fragua) éramos totalmente distintos de lo que pensaban los demás. Es verdad que en general eran todos muy brutos, y con el tema de la guerra aún más, y que a veces se guiaban por los instintos y no por el razonamiento, pero siempre hemos sido gente honrada, con nuestras tradiciones y nuestras peculiaridades. Y aunque la mayoría fueran unos brutos no significaba que no tuvieran sentimientos.
Apoyé la espalda en la pared, indignado, y centré mi vista en un punto fijo, dejando que los sentimientos se evaporasen para poder pensar con claridad.
Oí pasos por el pasillo y por el rabillo del ojo distinguí la figura de Trent. Se apoyó en la pared, igual que yo, y nos quedamos en silencio un rato; cada uno pensando en la situación a la que nos enfrentábamos.
-Pinta mal la cosa -dijo al final Trent.
-No hace falta ni que me lo digas -respondí-. ¡Una guerra! ¡Además contra el Reino de la Fragua! Ella sabe de sobra que no puede enfrentarse a miles de fraguanos en una batalla a campo abierto. ¡Sería un suicidio! Y eso sin contar a los dragones…
-Sería un suicidio para mi gente, no para la suya -aclaró Trent con el ceño fruncido-. No enviaré a mi gente a una guerra que no les pertenece mientras que los habitantes del País del Papel se quedan en sus casas, tranquilos, sabiendo que ninguno de sus familiares puede que no vuelva a casa nunca más.
Levanté la cabeza y le miré. Seguía con la mirada fija en algún punto del suelo y con el ceño fruncido; su preocupación era más que palpable. Él desde siempre había odiado las guerras: desde pequeño los dos habíamos oído las mismas y múltiples atrocidades que ocurrían en las guerras con la única diferencia que, en su Reino, se contaba con miedo y en el mío con orgullo. Lo cual no quiere decir que yo esté a favor de las guerras, todo lo contrario. Yo era el único niño que no vitoreaba cuando alguien moría decapitado en una de las muchas historias.
-Prevenir la guerra nos conviene a ambos -comenté-. ¿Te imaginas cómo se pondrían los draacars cuando supieran que les han declarado la guerra? Se han estado preparando para ello toda la vida y no dudarán en lanzarse de boca a la guerra.
-Lo sé… -afirmó Trent, pasándose una mano por la cara. Su cansancio se vio reflejado en ese mismo instante y di gracias al cielo por no haber empezado a gobernar un reino entero con solo diecisiete años. Levantó la mirada hacia mí-. Lo sé.
La mañana siguiente fue un día “normal”, todo lo normal que se podía estar con todo aquel escándalo que se había montado. Por la mañana nos tocaban las clases, como siempre, y, por la tarde, estudiar (para los demás era simplemente tiempo libre pero yo debí de mantener unas notas decentes las cuales me costaban lo suyo teniendo en cuenta que no había entrado por mis propios méritos). Esa tarde me permití el lujo de pasearme por los patios y los pasillos que aún tenían alguna que otra zona chamuscada.
Estaba por alrededor del patio central, donde había estado el dragón, cuando me encontré a Felicia. Me acerqué a ella.
-Hola, Felicia -la saludé.
-Buenas tardes, Evan -me respondió. Noté que enfatizó en las “buenas tardes” dándome a entender mi error. Sonreí levemente ante mi fallo.
-¿Sabes cómo se encuentra la gobernadora? -Felicia me miró, curiosa y yo me apresuré a explicarme-. Salió muy malparada en el incendio y ahora con el estrés de las reuniones temo que le esté afectando. No le quería preguntar directamente yo por si estaba en alguna reunión o estudiando.
Felicia sonrió maliciosamente, adivinando que no estaba preguntando inocentemente por Gabrielle. Confieso que ella me atrae y desde lo del dragón no he podido parar de pensar en cómo estaría.
-Bien, como tú dices anda muy estresada y sale muy poco de su habitación, simplemente para ir a las reuniones y a clase. Y has hecho bien en no preguntarle a ella porque no quiere que entre nadie a su habitación excepto yo.
Asentí, digiriendo la nueva información que acababa de adquirir. Puede que así esté mejor, con el tiempo puede que me vaya olvidando de ella y me centre en la misión que me trajo aquí. Estaba a punto de irme cuando Felicia me sorprendió con una pregunta más:
-¿Tú eres amigo del rey Trent?
-Sí ¿por qué? -respondí. Su cuestión me había dejado extrañado.
Felicia se encogió de hombros.
-Por saber.
La miré a los ojos para saber qué intención tenía pero me encontré con unos ojos insondables de los cuales no podía sacar nada en claro. De repente temí que Felicia se diese cuenta de que no era posible de que Trent fuese ya mi amigo conociéndonos solo de hace un par de días. En seguida me arrepentí de haber dicho que era mi amigo bastaba con que hubiese dicho que era un conocido. Me despedí de ella con el miedo ya metido en mi cuerpo y de camino hacia mi habitación decidí crear distancia entre Gabrielle y yo si quería seguir con vida.
Recorrí el camino hacia mi habitación casi inconscientemente. Era de las pocas que se había salvado de quemarse, aunque sí que tenía un poco de olor a quemado, lo cual no me molestaba. Revisé la entrada de geldez, como siempre, esperando no encontrarme nada. Pero me equivocaba. Dentro de la cajita apareció un papel mal doblado que lo habían hecho todo lo pequeño posible. Tragué saliva. El miedo de antes aumentó mientras yo alargaba la mano para recoger la carta. Lo único que me aliviaba era que no debía ser importante porque, si no, habría aparecido en la palma de mi mano. La desdoblé y me encontré, no sin asombro, con la letra de mis hermanos y hermanas, la de mi madre y la de mi padre.
La carta estaba escrita en niarik y empezaba con los cariñosos saludos de los más pequeños: los mellizos Yuna y Naim, de cinco años. Me decían que me lo pasase muy bien y que querían verme pronto. Luego estaba Tarin, mi hermanito de ocho años, que decía prácticamente lo mismo que ellos dos. Después, Jasin, mi hermana de doce años, me decía que me quería mucho y me ponía al día de todos los cotilleos que habían pasado en mi ausencia. A continuación venía la mayor de mis hermanos, Eris, de dieciséis años. En su parte ponía que en casa se notaba mucho mi ausencia, que esperaba verme pronto y que me quería “muchisísimo”. 
Todas estas dedicatorias me sacaron una sonrisa tan amplia como mi cara entera. Debajo de lo escrito por mis hermanos se encontraban dos párrafos escritos, el primero, por mi madre y, el segundo, por mi padre.
El de mi madre estaba lleno con muchos “te quiero”, “te echamos mucho de menos” y “ten cuidado”.
Cuando llegué a la parte de mi padre lo primero que hice fue fruncir el ceño. Pero no por lo que había escrito sino porque la letra de mi padre es nefasta. Todas las letras estaban apretujadas unas contra otras como si estuvieran en la nieve y tuvieran que guardar calor. Me costó mucho descifrar su caligrafía pero agradecí que, por lo menos, no tuviera ninguna falta de ortografía. Esta era la traducción de lo que mi padre me había puesto en niarik:
“Hola hijo:
Espero que no estés teniendo muchos problemas para integrarte en el territorio de los sangre seca…”
Podía imaginarlo escupiendo al decir esa frase. Típico de él. Suspiré y continué leyendo.
“... En la Mesa de Fuego no se habla de otra cosa de tu misión y todos estamos de acuerdo que, en cuanto nos mandes una geldez con el aviso de que has encontrado la reliquia, atacaremos sin piedad. No vamos a permitir que los…” palabra bastante obscena que no la podría traducir del niarik “... sangre seca nos quiten algo tan sagrado. Hijo, date cuenta que tu función en esta misión es esencial. Recuerda todo lo que te dije. Una guerra se acerca.
Rexoevdo.
Lanker de los Karian”
Me pasé la mano por la cara. ¿Cuántos días llevaba allí? ¿Tres? ¿Cuatro? Menos de media semana y ya estaba estresado hasta mis extremos. Primero todo el trámite para entrar en el Palacio de las Letras, luego el ataque del dragón, después la sospecha que tenía de que Felicia sabía algo y ahora que el Draacar Superior y los demás querían atacar más que nunca al País del Papel. Y además no me podía olvidar de la reliquia que supuestamente nos habían robado los del País del Papel.
Doblé la carta otra vez hasta más o menos su forma original y la guardé en el cajón de mi cómoda. Me acerqué a un espejillo que tenía guardado en el cajón de mi mesilla de noche y me miré. Por un momento no me reconocí: mi pelo se había despeinado (aunque en ese aspecto ya me rendí hace tiempo: no hay quien peine a mi pelo), mi expresión de cansancio era de cuadro y me fijé que una pequeña sombra se estaba a empezando a instalar debajo de mis ojos. Mis ojos. Me los observé: me resultaba raro tenerlos de color azul y, a decir verdad, echaba de menos ese color verdoso. Todos en la ciudad me envidiaban por tener un color de ojos diferente al suyo. Parecía una locura pero me hacía sentir importante e intocable. Ahora, sin embargo, tenía que fundirme con el gentío y hacerme invisible.
Respiré hondo y noté cómo el cansancio me tiraba hacia abajo, hacia mi cama. Me dejé llevar por esa fuerza y caí encima del colchón con un sonido sordo. Mis párpados se cerraron y el sueño me venció.

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