miércoles, 4 de mayo de 2016

Capítulo 18: Los remordimientos del día siguiente (Trent)

      La mañana siguiente empezó con una amalgama de recuerdos: Evan y yo bailando entre risas y pisotones, gente, mucha gente, Cali volando por los brazos de los invitados, una gran tarta, la imposiblemente amplia sonrisa de Felicia, Gabrielle y Evan danzando sin ritmo ni tiempo por el que pareciesen preocuparse, los ojos de Evan derretidos mirando a la Gobernadora, se gustaban mucho, una Felicia especialmente borracha y risueña intentando besarme y yo huyendo. Por último, Evan evaporándose en la noche de vuelta a La Fragua e increíblemente decepcionado. ¿En cuánto tiempo había pasado todo? Parecía un segundo particularmente eterno. Eran unos recuerdos tan absurdos e irreales que casi dudaba haberlos confundido con una novela leída antes de dormir. No parecían recuerdos míos, desde luego. Gabrielle y Evan, ¿cuándo había ocurrido eso? Y aún me atormentaba el asesinato de mi hermano. La vida a la que me había acostumbrado había tenido una accidente y daba vueltas de campana en el aire sin parar. Mejor era levantarse de la cama y empezar a trabajar o el tiempo me adelantaría. Cogí los documentos de las propuestas populares sobre la distribución de las ayudas y una de las nuevas novelas que había comprado ahí y salí a desayunar. 
        Tras terminar de leer las propuestas, comerme los primeros capítulos del libro y tres tés de canela, empecé a cuestionarme por qué seguía allí. Había descubierto algo sobre mi hermano, aunque no sabía cómo seguir a partir de ahí, al menos no en aquel lugar y había ayudado a Evan todo lo que había podido, no tenía más excusa. Entonces entró mi respuesta. Gabrielle y Felicia venían directamente hacia mí, me buscaban, las dos con la misma cara de pocos amigos. Felicia me señaló para Gabrielle, me miró a los ojos. Estaba triste, decepcionada, pero eso no restaba nada el enfado. Me parecía que se acordaba perfectamente de ayer. Se quedó en la puerta, mientras Gabrielle seguía acercándose. Yo le sonreí con disculpa, ella se dio la vuelta y se fue pisando fuerte.
       -He pensado en lo que dijiste -me dijo Gabrielle mirándome fijamente a los ojos, ella también estaba triste, pero lo mostraba con fuerza y convicción-. Quiero saber qué pasó. Y si fueron ellos, quiero que paguen. Iremos los dos y descubriremos la verdad. Cuanto antes posible. Solo te pido una cosa, pide tú la reunión, no quiero hablar con esos brutos mentirosos.
       -Claro, yo lo haré. Me alegro de que hayas elegido la opción diplomática. Tu pueblo se enorgullecerá de ti.
       -Ya -respondió cortante. Se dio media vuelta y se empezó a marchar.
       Empecé a recoger mis cosas y entonces, giró la cabeza y preguntó:
       -Evan y tú…¿ya os conocíais de antes, no?
       -Sí.
       -Otra mentira, lo suponía. Avísame cuando sepas algo.
       Y se marchó.
      Como nos pedían en la confirmación de la reunión, partimos unos días después hacia el Reino de la Fragua. Era un viaje un poco más largo que desde las Cumbres de Cristal, unas 7 horas en el coche oficial. Decidimos no provocar ninguna disputa indeseada, así que fuimos en coches separados, cada uno con sus ayudantes. Yo pasé por las Cumbres para recoger a Rukar, ante la mirada desaprobadora de mi madre por no elegirla a ella, y Gabrielle se llevó a Adelaida, quien me miraba entrecerrando los ojos cada dos por tres. No pasó nada interesante durante las 7 horas y la pequeña parada para comer los bocadillos (¡de queso!) que nos había hecho la cocina del País del Papel. Nada. Simplemente, miré el paisaje, leí y conversé con Rukar sobre las novedades en las Cumbres. Allí tampoco había ocurrido nada. “Llovió,” dijo él, sonriendo, “pero sólo durante unas horas. Lo suficiente para que decidiésemos no regar ese día”.
      Las Cumbres de Cristal eran preciosas desde la distancia. Un cegador resplandor blanco. Si conseguía ignorar el brillo, casi podía distinguir algunos edificios, algunas casas. Parecía tan frágil, como si una pequeña grieta en la base, pudiese hundir todo el reino. Y era mío. Bueno, mío no, pero lo gobernaba. Qué raro. ¿Cuánta personas dependían de mis decisiones? La última vez que se contaron rondaban el millón. Se decía tan rápido, que casi parecía poco. ¿Cómo se podía gobernar a tantas personas? Yo era el rey, pero no creía mandar sobre ellos. Eran personas libres, individuales, y yo sólo uno más de ellos, alguien que tenía de especial un título.
        Incluso antes de dejar por completo las Cumbres, el paisaje ya se había convertido en el desierto propio del Reino de la Fragua. Sólo había estado una vez, en una visita remota para reunirme con el Draacar Superior y revisar nuestras relaciones y acuerdos. Podía ver por la ventana de vez en cuando algunos arbolitos sin ramas, solos en medio de la absoluta nada. Bueno, tampoco la absoluta nada... en un momento me pareció ver un cuervo. Se podía ver acercarse el castillo gris donde nos habían citado, la capital, Karasta, imponente y con la clara intención de aterrorizar al visitante. Muy buen trabajo en ese campo. Y tras bajar, pudimos verlo todo rodeado de grandes guardias con cara de haber chupado un limón. ¿Por qué no había podido traer a Calime conmigo? Él derritiría el corazón hasta de un bloque de cemento. Tendría que enternecerlos yo. “Que empiece el espectáculo”.

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